Las opiniones encontradas acerca de la experiencia de usuario que proporciona GNOME Shell han sido una constante desde que llegó la nueva versión del escritorio, si bien con el paso del tiempo y las numerosas actualizaciones que ha recibido, el sentir general es de aceptación contenida, que en un artículo de hace unos meses resumía como innovación la justa, solvencia garantizada.
Aceptación contenida se refiere a que, siendo GNOME el escritorio predeterminado de las principales distribuciones Linux, incluyendo entre ellas a las tres grandes distribuciones corporativas (RHEL, SLED y Ubuntu), cualquiera podría pensar que GNOME es igualmente la opción predeterminada de la mayoría de usuarios. Pero no es así. Cuando el usuario puede elegir, GNOME es solo una opción -muy importante, eso sí- más.
Al mismo tiempo, el concepto espartano impulsado por GNOME Shell tampoco parece del agrado de la mayoría de sus usuarios, quienes prefieren una experiencia enriquecida a base de extensiones. Pero para eso están las extensiones, para que cada cual se personalice el escritorio como quiera.
Ahora bien, el tema de la elección y de la personalización no influyen en un hecho palmario: en sus últimas versiones, GNOME ha conseguido ofrecer por fin un entorno de escritorio completo y potente al que pocas quejas se le pueden sacar, más allá del rendimiento, los gustos personales y las necesidades específicas. Es por ello que, obviando el papel de Fedora como punta de lanza del escritorio Linux, o el papel de Ubuntu como gran representante del mismo, quedaba la duda de qué harían el resto de alternativas corporativas.
En el caso que nos ocupa, Red Hat lanzó RHEL 7 con el modo clásico de GNOME 3 por defecto bajo el pretexto de «no perturbar el flujo de trabajo de nuestros clientes«, dijo entonces Denise Dumas, directora del área de ingeniería de RHEL. No fue, precisamente, el espaldarazo que cabía esperar de la compañía que más invierte en el desarrollo de GNOME. Pero fue coherente con el momento que vivía el escritorio en aquel lejano 2013.
Así, repito, quedaba la duda de que pasaría con RHEL 8, disponible desde hace un par de semanas. Y la respuesta es que Red Hat, esta vez sí, ha puesto a GNOME Shell al frente, tal y como lo entendemos por defecto: sin maquillajes para no «perturbar el flujo de trabajo de los clientes», podría decirse (en realidad no había tal duda, dado que la beta de RHEL 8 viene de lejos y cualquiera que la haya probado lo sabía; pero quienes no hayan seguido tan de cerca el desarrollo de la nueva versión, obviamente, no tendría ni idea).
En concreto, RHEL 8 viene con un bastante reciente GNOME 3.28, al que nutren con una pequeña selección de extensiones instaladas, pero no habilitadas por defecto, así como con la posibilidad de instalar las que se deseen a través del centro de software, que lleva agregado y activo el repositorio de extensiones oficial.
Es más, RHEL 8 no solo se ha «atrevido» con GNOME Shell en su forma predeterminada, sino que lo ha hecho con Wayland como servidor gráfico, por lo que el espaldarazo a las tecnologías del escritorio Linux ha sido esta vez muy claro. Ubuntu lo probó con su versión 17.10 y desde entonces lo relegó a un segundo plano, accesible y disponible por defecto previa intervención del usuario.
En todo caso, ambas posturas son comprensibles: la de RHEL, porque para las tareas básicas del escritorio Wayland funciona estupendamente; la de Ubuntu, porque su escritorio va más allá de las necesidades básicas de un escritorio corporativo. Por si las moscas, hay que señalar que RHEL no está diseñado para ofrecer un escritorio de usuario final como tal: para eso es mil veces mejor instalar Fedora.